Crónica rural en Sant Martí Sesgueioles

Un éxodo al pasado a través de sus campos, sus historias silenciadas, sus gentes, casas y calles. Pura poesía la inmersión en otro paisaje como inspiración para la creación.

Era una tarda de juliol d’aquelles
en què el cel i la terra enamorada
s’adormen abraçats: sols les abelles
brunzien en la junsa aponcellada;
i al compàs de l’esquella sotragada
i atiant a pedrades les ovelles
abans de caure el dia,
quan s’acluquen lletsons corrioles,
tot panteixant un vell pastor venia
camí de Sant Martí de Sesgueioles…

Margaridó, Apel·les Mestres
Jocs Florals, 1888

El frío lo había bañado todo. Los campos con sus colores amarronados, ahora en otoño del color de la tierra en aún no haber brotado; las chimeneas vigilantes en sus tejados, vomitando humo y dejando un característico aroma a leña quemada para los foráneos. El invierno va a llegar en tren.
Me encuentro en un pequeño pueblo llamado Sant Martí de Sesgueioles, no llega a los 400 habitantes y está situado en algún lugar de la comarca de la Anoia, cerca de Igualada. Llegan tan solo entre dos y tres trenes al día, variando entre laborables y festivos, y el pueblo es en sí el bello escenario del poema Margaridó del insigne artista catalán Apel·les Mestres, basado en una leyenda local entre un joven soldado francés y una joven pueblerina; ganador de los Jocs Florals del año 1888.

Hospedada en la que aquí llaman Ca la Pastora, algo apartada de la plaza, la iglesia y el Ayuntamiento, se encuentra en una de las calles principales del pueblo y cuenta con un túnel sellado de cuando la guerra en su bodega, o de tiempos anteriores. La casa debe tener algo más de 300 años. Nadie conoce el origen del nombre, ni demasiado bien su historia y antecedentes; los últimos años ha pertenecido a familias que la fueron comprando como segunda residencia y, anteriormente, vivieron en ella el ferroviario de la estación del pueblo con su familia, a quienes el Estado cedió la casa tras la Guerra Civil Española. Antes de esta, se desconoce la familia que la habitó: las gentes del pueblo explican que no se les veía demasiado y que desaparecieron de la noche a la mañana sin dejar rastro. Rumores sobre que se fueron a vivir a Lérida, pero como en muchos otros, en este pueblo no se habla de la guerra.

Las calles se me acaban. Me pierdo entre la vista del sin fin de campos que se extienden más allá del horizonte en todas direcciones. Una gran encina centenaria, trigo, cebada, algunos almendros y ovejas. Molinos eólicos decorando las laderas. Aquí no existe el tiempo.
El aroma a hierba mojada en esta época del año, y a veces el olor a estiércol, predominan en el ambiente. El frío es seco. Basta con abrigarse, y toda la ropa huele a humo. Rodeo el pueblo, las inmediaciones, cruzo la única vía de tren que hay, de doble sentido, y llego a los llamados Huertos del Gomar, un conjunto de porciones de tierra pertenecientes a las familias de Sant Martí, cada uno con su pozo, uno por huerto. Per piscines, pous i corrioles, anem a Sant Martí de Sesgueioles (A por piscinas, pozos y poleas, vamos a Sant Martí de Sesgueioles). La cita resulta muy característica aquí.

Continúo mi expedición en busca de detalles y subo hasta una pequeña colina llamada El Turó del Puig, impresiona que esté cortada por la mitad para que pueda pasar por enmedio la vía del tren. A cierta altura y desde ella pueden apreciarse todos los tejados de la población recubiertos de teja marrón, colocados cuidadosamente sobre el terreno y adormecidos a la espera de que alguna nueva campanada del insigne campanario los despierte. Distingo la que es mi casa este fin de semana.
Monumentalmente hablando, este pueblo tiene una gran curiosidad: la iglesia está separada del campanario, o viceversa. La actual, construida hacia finales del s. XVIII, de estilo barroco neoclásico, se construyó ya en el centro del pueblo, aprovechando las piedras de la antigua y uno de los relieves de San Miguel, situado ahora en una de las fachadas laterales. El campanario, en cambio, se alza desde sus inicios vigilante y solitario sobre la colina, guardando todo lo que la vista alcance a ver.

Las horas se desvanecen en el vacío de la calma y el canto de los pájaros sobre la montaña. Me deslizo por una calle empinada de nuevo hacia el centro de la población y, en la plaza, me fijo de pasada en una fuente de material arenoso con un ornamento superior floral. La fuente de Emili Donadeu, bautizada con dicho nombre en honor a la familia que la regaló en su día a sus vecinos. Continúo sin detenerme, dejo atrás otra fuentecilla y bajo a la riera preguntándome si es la poca agua que veo una de las cabeceras del río Anoia, que cruza el pueblo justo por en medio. Acabo en los antiguos lavaderos, aún útiles, con agua clara, fría, y algo de verdina. Huele a aire fresco, limpio; visito la Capella del Roser, ermita del siglo XVII financiada por la familia Dalmases, y regreso a casa cuando de nuevo se me acaban las calles.
En Sant Martí aún se conservan de la época medieval una de las portaladas que daban entrada al pueblo, un arco gótico situado en El carrer Vell, así como la existencia de unas tumbas antropomorfas datadas de la misma época, a cien metros en dirección sudoeste desde la Capella de Sant Valentí de Vilallonga, construida sobre las ruinas de una antigua iglesia románica. También se mantiene la tradición de cantar caramelles durante la mañana del domingo de Pascua inundando las calles del pueblo de gracia, ¡todo el mundo vestido con trajes típicos catalanes!

Todo está quieto, bailando en absoluta y continua paz. Predomina el silencio, momentos para despertar. Las pocas gentes de aquí acostumbran a ceñirse a unos horarios muy marcados, estrictamente irrompibles. Desayuno a las nueve, compras, tareas y encargos a las 10, comida a la una, merienda a las cinco, cena a las nueve. La media noche es una frontera infranqueable. Pero sinceramente, yo no veo el tiempo por ninguna parte. Cuesta cruzarse a alguien por la calle. Todo el mundo se conoce y te encuentras en los pocos y pequeños comercios que hay distribuidos aquí y allá. Tres pequeñas tiendecitas que venden alimentos y un poco de todo, una panadería con un encanto que parece recién horneado de cuento, una carnicería que vende la carne fresca de los animales que ellos mismos crían, un bar, un restaurante, una pequeña farmacia que abre en días selectos, y una curiosa peluquería en casa de una vecina que ofrece los servicios. En los últimos años, se mudaron al pueblo la familia de un astrónomo mataronino, él en busca de un cielo despejado de luces y contaminación para sus estudios y observaciones, e instaló en su casa un pequeño observatorio astronómico de cúpula redonda y blanca. Los vecinos han bautizado dicha casa como Ca l’Ou.

Otra curiosidad de Sant Martí es sin duda su escuela rural en pleno siglo XXI. Ha sido todo un privilegio descubrirla de la mano de Imma Muns, su directora: Escola Font de l’Anoia, conjuntamente con otras cuatro pertenecientes a los pueblos de Prats de Rei, Castellfollit de Riubregós y Copons, forma parte de un conjunto de escuelas nombrado la ZER Vent d’Avall. Cada centro cuenta con su propia autonomía, me explica Imma, pero aún y así, algunas decisiones se toman de manera conjunta a nivel de claustro ZER. Tanto a nivel pedagógico como funcional, esta agrupación permite compartir colonias y excursiones, y maestros itinerantes para asignaturas de especialidad, como música, gimnasia, educación especial, inglés y religión. Además, la ZER cuenta con su equipo directivo, formado por directora, jefe de estudios y secretario, y cada centro con el suyo propio, formado por directora y secretaria. Escola Font de l’Anoia cuenta con cuatro maestros tutores, uno para cada ciclo y clase:
–En una escuela de estas características –afirma Imma–, no cuesta tanto ponerse de acuerdo a la hora de tomar decisiones, en comparación con una escuela corriente.
La escuela cuenta actualmente con cuarenta y un alumnos repartidos por ciclos en cuatro clases: educación infantil, ciclo inicial, medio y superior. El docente tiene que procurar, cuando está trabajando con un nivel, que el resto de alumnos del ciclo tenga una tarea asignada. Aunque cada nivel trabaja sus propios contenidos, en muchos momentos es posible trabajar con toda la clase al conjunto. El rendimiento de los alumnos suele ser mayor en una escuela rural en comparación a una aula ordinaria, pues el maestro puede llegar más fácilmente a cada niño y conseguir resultados más inmediatos. Además, hay mucha cercanía y más comunicación con las familias. Enseñar en una escuela rural es, en la opinión de Imma, mucho más gratificante y, estudiar en una de ellas hoy en día, todo un privilegio.

Me dispongo a rehacer mi maleta para marchar. Las últimas brasas de la estufa se mantienen encendidas, y aún algunos trozos de la típica y llamada coca blanda que se vende en la panadería reposa sin haber sido aún comida sobre la mesa de la cocina. No durará. También hay magdalenas. Subo por última vez a las golfas y abro las ventanas de par en par. Contemplo la lejanía de lo que ya no me es tan extraño y que, tal vez, comprendo ahora con más intimidad. Lanzo miradas al infinito de los campos y respiro profundamente. Pienso en el túnel sellado que hay en la bodega, que comunicaba la casa con el exterior por si hacía falta escapar, e imagino a qué lugar del campo en algún momento fue a dar. Una vez subo al tren de regreso, me encuentro entre una multitud de gente joven con maletas. Pasajeros con bultos que abandonan la comarca el domingo por la noche para sumergirse de nuevo en la vorágine de la ciudad, despertando otra vez al día siguiente a la vida universitaria del lunes por la mañana. Mi vida va al revés.